El parricida intentó suicidarse clavándose el cuchillo por todo el cuerpo
Cuando la policía llegó al número 43 de la calle de Fermín Caballero (distrito de Fuencarral) y subió al piso 14, puerta B, encontró allí a Andrés Pérez Peterkin sentado, esperándoles. En la mano tenía un cuchillo ensangrentado. Les dijo que con él acababa de apuñalar a sus padres. Después, contó, había intentado quitarse la vida. Tenía heridas por todo el cuerpo; en las piernas, en los brazos, y dos bastante profundas en el cuello y en el pecho, junto al corazón.
Una llamada a las 9.38 de ayer alertaba a los servicios de emergencia de la presencia de un varón "muy agresivo con problemas psiquiátricos". Cuando llegó la patrulla encontró a los ancianos, de 83 años él y 77 ella, ya muertos y con evidentes signos de violencia. Otro hombre, Andrés, de 47 años, presentaba múltiples heridas que, según Emergencias 112 y la policía, se había hecho él mismo con un cuchillo. Como había perdido mucha sangre, tuvo que ser trasladado al hospital La Paz con pronóstico muy grave.
Los vecinos sabían de los problemas psiquiátricos de Andrés. Pero no mucho más. Devolvía el saludo cuando le saludaban y lo veían pasar horas enteras trasteando con su coche, un Ford Fiesta gris que tenía aparcado frente al portal. Nunca había mostrado un comportamiento extraño, al menos de puertas para fuera. Ni un grito, ni un gesto amenazante. Pese a su enfermedad, parecía estar bien.
De sus padres tampoco podían dar más detalles, a pesar de que la familia llevaba muchos años, al menos dos décadas, viviendo en la finca. Su madre, Sheila Pérez-Peterkin, de origen irlandés, solía bajar a hacer la compra por el vecindario. "Una persona amabilísima, encantadora, muy educada", destacaba una vecina del noveno. Con ella hablaba de achaques, del tiempo y poco más. "Eran bastante reservados".El coche de Andrés estaba ayer aparcado en el patio de la finca, justo frente a la entrada del número 43. En el parabrisas, un tique de zona azul del día anterior. En el asiento de atrás, una revista de coches. Le gustaba mucho la mecánica. "Siempre estaba reparando algo. Me decía que el coche le daba muchos problemas y pasaba horas con él. Lo sacaba un rato por la mañana, daba una vuelta y volvía a aparcarlo aquí", relataba el portero de la finca.
Se sabía que había pasado temporadas ingresado por culpa de su enfermedad. Su madre, según contó el portero, le había confesado a una vecina que su hijo cada vez le daba más problemas. Decía que tenía miedo porque ellos se hacían cada vez más mayores y no sabían qué iba a ser de él cuando faltaran.
Dos de las hermanas de Andrés contaron ayer a la policía que su hermano estuvo ingresado en 2007 en el hospital de La Paz porque padecía esquizofrenia paranoide, según una portavoz de la Jefatura Superior de Policía. Los médicos le habían prescrito un tratamiento, pero las hermanas no pudieron asegurar si se tomaba la medicación porque no vivían con él. Al presunto parricida no se le pudo tomar declaración. Por la tarde lo estaban operando de sus heridas en el hospital La Paz.
La noticia de la muerte de las dos personas provocó mucho revuelo en la zona, un barrio de bloques altos con entrada por patios privados muy cerca del metro de Herrera Oria. En la panadería Calabona, en la acera de enfrente, conocían a la familia. Sobre todo a la madre, que solía encargar siempre el mismo tipo de tarta -la Massini, de yema y nata- para celebrar los cumpleaños. Era rubia, algo más alta que su marido, y generalmente llevaba una boina a conjunto con el traje. Hablaba con un ligero acento extranjero. Los vecinos la describían ayer como una mujer muy elegante, cuya salud había empeorado en los últimos años. Ahora caminaba apoyándose en un bastón.
Loli, la propietaria de la panadería, supo que se trataba de ella en cuanto oyó el apellido, Peterkin. Anotaba los encargos a ese nombre. "Me contaba cosas de cuando iba a su tierra. Era una mujer muy agradable. Qué horror". De su hijo no hablaba. Ni allí ni con las vecinas con las que intercambiaba saludos. Pero las dependientas de la panadería le conocían porque de vez en cuando bajaba él a comprar el pan. Era moreno, 1,70, de pelo corto, con gafas. "Hablaba poquito. Se notaba que no estaba bien. Era como si le faltase algo. Parecía como ido", recordaba la propietaria.
Esa descripción concuerda con la que ofrecían ayer otros vecinos. Todos aseguraban que Andrés era un vecino como otro, que nunca había dado ningún problema. Reservado, como también definían a su padre. Pero sí mencionaban una particularidad. Que "tenía una cara que asustaba, como ido". A veces, decía un vecino, "daba repelús, tenía una mirada rara". Otro vecino, Luis González, educador social, señalaba que quizá había dejado de tomar la medicación y recordaba que un día antes, el sábado, se había celebrado el Día Mundial de la Salud Mental. "Precisamente ayer estuvimos reivindicando mejoras. No puede ser que haya cinco meses de espera para ser atendido en un centro".
Andrés tenía antecedentes por drogas, de cuando era adolescente, según una portavoz policial. El matrimonio tenía otros cuatro hijos. El padre, Jorge Pérez Ballestar, nacido en Barcelona en 1926, era doctor en Filosofía y había dado clases de Lógica durante décadas, primero en la Universidad de Barcelona y después en Navarra y Salamanca. ELENA G. SEVILLANO
Fuente: EL PAIS